Relato: No era la nariz de Gogol



No era la nariz de Gogol

                               ...Eché algo en falta. Se trataba de la inevitable ausencia de fragancia ante una hermosa rosa de plástico. Pensé en mis propias muelas, agujereadas por las caries, plagadas de empastes y, aún así mías, naturales, pero todo eso se me esfumó de la mente al desabrochar el sujetador, descubriendo unos pechos mejor de lo que se adivinaban. Eran la perfeccíón hecha carne. Quedé sobrecogido frente a ella, abobado, sujetando aquellas dos criaturas gemelas, mientras la miraba a la cara buscando una reacción, como si fueran dos seres ajenos a nosotros y yo se los mostrara sosteniéndolos en mis manos. Ella bajó la cabeza asintiendo. En ese momento me sentí como el marido traicionado al que su pareja confirma viejas sospechas de adulterio con un leve gesto, una dolorosa concesión al desengaño. Efectivamente, sus ojos verdes botella brillaron entre juguetones y tímidos, dándome a entender toda la silicona que escondían esos dos mundos perfectos, paridos en una sala de operaciones. Volvimos a besarnos con pasión, dejando pelear las lenguas en el ring de nuestras bocas y no dije nada cuando la mía tocó las cuerdas del cuadrilátero, porque los aparatos de dientes siempre son un tema delicado y ciertamente pasajero. Tumbado sobre ella —era más alta que yo— la miré a los ojos de un verde rabioso igual al del pañuelo anudado a su ancho cuello. En la oscuridad de nuestro escondite recién improvisado, mi cuerpo acariciaba, arrancaba botones, mientras la cabeza se distraída con dentistas, quirófanos y lentes de contacto de colores. En ese desdoblamiento mandaba mi cuerpo, peleando con una serpiente salvaje con cabeza de hebilla. Mi amante me advirtió de algo desde allá arriba con su voz de contralto, algo que no entendí, ocupado en bajar su cremallera fatídicamente atascada. Levanté la cabeza cuando un haz de luz nos iluminó desde lejos. Se acercaba un vigilante.

 En la huida ella fue mucho más rápida que yo, que aunque rezagado, quedé también a salvo. Mientras volvía en mí mismo tras el susto, la respiración entrecortada, brazos y cara arañados por los matorrales, la busqué sin éxito entre los árboles. De camino a casa desapareció poco a poco aquella sensación de desdoblamiento que antes me invadiera. Su lugar lo ocupó una extraña alegría, una certeza desdibujada. Eran las ganas de no saber qué me había perdido aquella noche en que las apariencias desvelaban lentamente sus engaños.


©Mikel Aboitiz

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